Los Benoir componen una aristocrática y excéntrica familia que, debido a sus altas cotas de esnobismo y a su carácter entre original y amoral, se ve arrastrada hacia las situaciones más desconcertantes. Un nuevo miembro acaba de llegar a sus filas después de que la prepotente Marguerite «Mimí» Benoir, una belleza que cambia de marido como quien cambia de camisa, se haya casado con todo un caballero: Vincent Castleton, que aporta al matrimonio su flema inglesa y un toque cockney. Ella, a su vez, lleva consigo a George, un niño de nueve años fruto de un primer enlace con un primo suyo que falleció en un desgraciado accidente. Junto a una enorme fortuna, el pequeño ha heredado una terrible enfermedad y un soberbio carácter. La convivencia de todos estos peculiares personajes hará que salga a la luz lo más estrambótico de una ya de por sí extravagante estirpe.
En
esta globalización que intenta hacernos a todos iguales y que impone modas
cada vez más cortas aparece, de repente, algo verdaderamente extravagante-excéntrico-nuevo,
ante lo que uno sólo puede asombrarse, dejarse fascinar y desarrollar una
mezcla entre la vergüenza ajena, la envidia y la admiración. Hablemos hoy de un
rara avis. Los Sioux, escrita por
Irene Handl a mediados del siglo pasado y recuperada por una de las editoriales
más valientes de nuestro panorama, Impedimenta, se presenta como una obra imposible de clasificar
dentro de un género: todos se le quedan pequeños, son inservibles. Esta
historia, a medio camino entre la comedia de situación y el drama de
catástrofes sin catástrofes, tiene un latido propio, casi peligroso. Marguerite
Benoir, viuda de un marido y divorciada de otro, se acaba de casar con un
caballero inglés, Vincent Castleton. Ella, además, tiene un hijo, George Marie,
aquejado de una extraña enfermedad que lo ha convertido en un niño en
apariencia frágil y complicado de carácter. El recién estrenado esposo,
indisimuladamente feliz, queda fascinado con el niño y se convierte, en cierto
modo, en su protector mientras va descubriendo las malas artes de Marguerite,
sus modos bruscos, sus palabras despiadadas. Castleton tendrá que aprender a
convivir con los desquiciantes Benoir –exagerados, excesivos, caprichosos, malhumorados-
y poner un poco de orden en su propia casa mientras piensa que quizás su
matrimonio se vaya al traste, pero si se separan… ¿qué pasará con el niño?
Por mucho que yo hable de que la
protagonista sale fuera de lo común, que es mordaz e ingeniosa, escrupulosa y agotadora,
no creo que se hagan una idea de la magnificencia de su personaje. Imagínense, y sólo por poner algún ejemplo, esa
madre que le dice a su hijo enfermo de diez años perlas como: “Estás tan
cansado que te has vuelto un poco idiota” o “No todos son tan tontos como tú”,
además de incómodas conversaciones sobre sus caprichos o el gusto del niño por
la leche materna. Ella a veces incluso se avergüenza de su hijo: “Mi hijo
siempre ha sido pálido. Lo siento si te molesta”. Es Los Sioux una reflexión
sobre la maternidad extraña porque Marguerite está loca por su pequeño, pero de
un modo dramático y terrible, de una forma espeluznante. Parece como si la
autora nos dijera que hay maneras y maneras de querer a un hijo. Y sí, esta
novela, que en principio puede leerse como una comedia (peculiar), termina
convertida en una historia de una profunda claustrofobia: esos personajes
asfixiados por la madre desquiciada y encerrados en una vida de superficialidades
y absurdas convenciones sociales, de amores férreos. Los afectos también son
una responsabilidad. Todos parecen atrapados, encerrados y sin posibilidad de
escape. La historia, a pesar de la dureza, está contada con un sutil sentido
del humor.
Se nota que la autora, Irene Handl,
fue actriz –de hecho, participó en más de cien películas- porque Los Sioux puede leerse casi como obra de
teatro: los diálogos, rápidos como una metralleta, están construidos con
maestría, son exquisitos en cierta manera y, la mayoría de las veces,
disparatados. Atención a los lectores del siglo veintiuno, porque durante
páginas y páginas parece que no pasa nada porque los personajes parlotean de cosas
banales, de una superficialidad mal entendida. El ritmo es sosegado –nadie debería
tener prisa al leer esta novela- y la prosa está muy cuidada. El estilo subraya ese
ambiente torcido, ese malestar latente.
Los
Sioux, escrita en el año 1965, sigue asombrándonos medio siglo
después, por su extravagancia, por su capacidad para descolocar e inquietar al
lector, por sus diálogos delirantes. Esta historia podría ser una comedia
oscura o un drama luminoso, o una mezcla caótica de personajes que no se saben
muy bien qué quieren, tan caótica como la vida misma, como cualquiera de
nosotros. Irene Handl firmó una obra con un sello propio y con un argumento
delicadísimo –a veces da la sensación de que no pasa nada-, pero deja al lector
con la certeza de que está leyendo algo nuevo, algo diferente, de que está
asistiendo a un ejercicio literario inusual. Y como trasfondo de todo, el extraño amor
de una madre hacia su hijo.