
Hugo Bayo, peluquero de profesión y genio incomprendido, les cuenta a sus clientes la historia de sus muchas andanzas, desde su adolescencia en un barrio de Madrid hasta el momento actual, ya al filo de los cuarenta, en que sigue buscándole un sentido a la vida. Y así, recordará la relación tormentosa y amoral con su madre, el descubrimiento ambiguo de la amistad y del amor, sus varios oficios y proyectos, sus éxitos y sus fracasos, y su inagotable capacidad para reinventarse y para negociar ventajosamente con su pasado, con su conciencia, con su porvenir, en un intento de encontrar un lugar en el mundo que lo reconcilie finalmente consigo mismo y con los demás.
Con el
paso de los años, uno –yo, ustedes, cualquiera– ajusta las expectativas que
tenía en la niñez y se conforma con una casa que da a un patio interior aunque
había soñado con un jardincito a la entrada, sigue con su pareja otro
año más a pesar de que nunca ha sentido eso que se ve en las películas –la locura,
la pérdida del apetito–, aguanta en el trabajo en el que nunca pensó que
terminaría, se olvida de que una vez quiso ser un trompetista famoso o ser
alguien en el mundo de la música… Y así con todo. El futuro no es quizás cómo
habíamos imaginado, como habíamos predicho, como nos habíamos prometido a
nosotros mismos. Los sueños no tienen por qué cumplirse. Es lo que Luis Landero
llama La vida negociable, el título
de su última novela, publicada por Tusquets –donde también salió su gran éxito El balcón de invierno– y en el que nos
narra las hazañas de Hugo, un lazarillo moderno, a merced de su destino y al
que (casi) nada le resulta como él esperaba. Se lee como un pulso entre el hombre y la vida. Es un canto al
empecinamiento de un hombre, a su habilidad para levantarse después de la caída, para seguir
ilusionándose. Es la esperanza de no tener que negociar nada más en la vida.
Hugo,
el protagonista y narrador de esta historia, sueña con irse a vivir a algún
escenario de las películas del Oeste –a una cabaña junto a un río, donde hará
una hoguera por las noches y cantará con su guitarra ante sus niños-, pero descubre
enseguida que el mundo de los adultos está lleno de agujeros por los que se
cuelan los engaños y el aburrimiento, los sacrificios y la infelicidad. Sus
padres, héroes con los pies de barro, dejan de ser referentes y mutan a
enemigos, a gente que merece ser repudiada. Y aunque se convierte en un tirano,
en uno de esos pícaros tan del siglo quince, sólo quiere que algo le salga
bien, que le llegue esa felicidad que cree merecerse. Sí, La vida negociable no es más que un
viaje iniciático desde el mundo confiado, manso y tranquilo de los niños hasta
esa entrada feroz y caótica al universo adulto, la constatación de que nada era
tan fácil como creía, de que la vida tiene su propia corriente y que te
arrastra hacia donde quiere, por más que uno se esfuerce por nadar, por más que
uno pida socorro.
Luis
Landero tiene alma de narrador, de esos campesinos que se reunían alrededor de
la candela a contar historias, a entender el mundo a través de la palabra. Es
un escritor anclado en lo cotidiano, en la ausencia del boato y el relío,
convencido de que lo más natural es lo que mejor suena al oído. Y por eso escribe
como habla, o escribe como se escucha. Y su mirada tranquila se va posando en los
paisajes, en los personajes y en las frustraciones y lo va contando, sin perder
nunca la calma, como la superficie de un lago. Y así, desde esa resignación
también como narrador –nada lo perturba, mantiene una tibieza que se agradece-
nos va contando las aventuras de este Hugo que muchos han comparado con un don
Quijote moderno que no termina de entender la vida ni de asimilar que él,
siendo un genio –eso lo dice él- siga vagando por el mundo, chapoteando en el
fango. Tiene esta historia un punto pesimista -el personaje parece caminar con el sambenito de perdedor-, pero se compensa con la ironía, con una gracia que, de forma disimulada, haciendo más leves las desdichas.
La vida es negociable y
no tiene moraleja; en todo caso, tiene caprichos, tiene bromas, tiene mala
leche, pero no hay enseñanzas por ninguna parte más allá que la de seguir
caminando o sobreviviendo. La vida
negociable nos presenta a un pícaro barato, dueño de los secretos de los
demás, que se cree invencible hasta que confirma que lo único invencible es el
destino, al que se confiesa incapaz de dar esquinazo porque él ya lo dice: que,
aunque él pase por épocas de folletín, de novela erótica o de aventuras,
siempre acaba convertido en un antihéroe, en un personaje tragicómico. ¿No son
los momentos más ridículos quizás los más sublimes? A pesar de la incomodidad del
tema –la frustración, la resignación–, leer a Luis Landero, como meterse en una
bañera llena de agua tibia, como escuchar la voz de un padre en mitad de un
bosque oscuro.
Y yo sin leer nada este autor... Pedazo de entrada te has marcado! Tengo que ponerme las pilas y estrenarme con Landero.
ResponderEliminarBesotes!!!