Mari, una muchacha de diecisiete años que ayuda a su madre en la gestión de un modesto hotel familiar cerca de la playa, en la noche escucha los gritos de una mujer que sale medio desnuda de una de las habitaciones imprecando a un misterioso hombre de avanzada edad. Este, imperturbable, le manda callar con unas palabras tajantes. La autoridad con que las pronuncia tiene el efecto de un hechizo en la joven, que se siente inmediata e irresistiblemente atraída por él. Algunos días después, lo encuentra por casualidad y siente la necesidad de seguirlo. El hombre es un traductor del ruso con un pasado oscuro su mujer murió en circunstancias extrañas que vive en una solitaria villa de una isla casi desierta. A partir de ese encuentro, nace entre ellos una turbia relación, y la casa del hombre se convierte en un inquietante lugar de transgresión íntima. Yoko Ogawa, una de las novelistas más leídas en Japón, se adentra esta vez en el oscuro territorio de la psicología sexual, que, como les ocurre a los personajes del libro, perturba y atrae o bien provoca repulsión en el lector.
Los que habéis leído La fórmula preferida del profesor, El embarazo de mi hermana o Lecturas
de rehenes lo sabéis: Yoko Ogawa se caracteriza por su dulzura, por su
amabilidad (literaria), por ser tan luminosa como el fogonazo de un flash. Es
como si dieran ganas de abrazarla. Pues ahora nos sorprende con una historia mucho
más oscura, con ciertos tintes tenebrosos: Hotel Iris, de la editorial Finambulista –la encargada de reeditar
muchos títulos de esta alabadísima autora japonesa-, donde explora un mundo
poblado de sombras, unas relaciones personales turbias, complejas, y donde establece
una correlación intensa, irremediables entre amor y la muerte. Mari, una
jovencita de 17 años que trabaja en el hotel, huérfana de padre y bajo el mando
de una madre dominadora y poco dialogante, conoce una noche por casualidad a un
hombre cincuentón que tiene una bronca con una prostituta en una de las
habitaciones. Él le grita a ella: “Cállate,
puta”. Y esas palabras resonarán como un eco en la protagonista, le provocan
una atracción inmediata hacia el desconocido. Y fíjense, tanto es así, que ella decide acercarse
a él…
Hotel Iris
podría ser, con reservas –por supuesto-, una versión japonesa de la
perturbadora Lolita, de Nabokov. ¿Por
qué digo esto? Pues porque, de inmediato, se hace visible la atracción entre la
jovencita y el cincuentón, esa seducción que va más allá de las convenciones
sociales y que los dos protagonistas deciden vivir de forma oculta: un espacio donde las únicas reglas que existen son las que los dos ponen. Ella se
deja llevar y accede a todo tipo de prácticas sexuales –no puedo contar
demasiado, pero sí os digo que os quedaréis con la boca abierta- que se
convierten en un símbolo de la pérdida de la inocencia, del poder del deseo y
de la sumisión a la persona amada. Estamos ante una historia sobre el sexo,
sobre la carne como refugio para dos personajes perdidos y apáticos, como
bálsamo para las heridas y para los dolores, como único camino para encontrarse
con uno mismo. Sí, se trata de una novela con un marcado carácter sexual, de
cómo en el ámbito íntimo todo vale mientras dos personas estén de acuerdo. Hablamos, por qué no, del masoquismo, de la humillación, de convertir al objeto de deseo en una 'cosa'. Lean estas palabras: "al recibir un trato brutal, como si no fuera más que un pedazo de carne, una oleada de puro placer se formaba en lo más profundo de mi ser".
Mari,
la jovencita, es la que narra esta historia en primera persona, y los lectores
somos conscientes de la pérdida de la voluntad ante el deseo -fuerza más poderosa que la de la gravedad-, de cómo es capaz de arriesgar
cualquier cosa por encontrarse con el cincuentón, de cómo la sumisión a él le da una paz que no había conocido nunca. Curioso, ¿verdad? El estilo de Yoko Ogawa es
tan delicado que parece un oxímoron: ¿cómo una relación tan tremenda y tan
extrema puede narrarse con esa dulzura, casi como una nana? Pues sí, porque nunca
sabemos de dónde nos puede venir la salvación. La autora sabe narrar la
historia sin juzgar a los personajes, sin dar nada por hecho, dejándolos que
sean ellos mismos. Además, tiene la virtud de retratarlos con pocas palabras,
de dar los detalles precisos para que los conozcamos. Y así, fíjense, a través del sexo, nos habla de algo tan hondo como el sentido de la vida, como la soledad, como la necesidad de sentirnos deseados. Desde luego, lo consigue: nos remueve y nos conmueve, nos hace sudar.
Entrar en el Hotel
Iris es abrir una puerta al sexo salvaje, sin complejos y sin prejuicios, al
deseo como única forma de darle sentido a la vida. La novela puede leerse como
una relación tóxica entre dos personajes, pero es mucho más: es una fábula
perturbadora sobre dos personas enfermas de soledad, sobre dos personas que no
están acostumbradas a que les presten atención. Y cuando la joven y el
cincuentón se encuentran, los dos explotan, los dos estallan, las convenciones
saltan hechas pedazos. Y a nosotros, como lectores, nos llega la onda
expansiva. Y sí, a veces la lectura es incómoda, pero qué maravilla que la
literatura sea capaz de provocarnos esto.
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