miércoles, 29 de mayo de 2019

Donde me encuentro


Una mujer camina por una ciudad contemplando su soledad y la de quienes la rodean. A medida que se desarrolla su día a día -de una librería a la consulta de su terapeuta o a un restaurante- se sorprende con la súplica silenciosa de una lápida en la carretera, el diálogo accidentado de un padre con su hija, el recuerdo del encuentro con la inesperada amante de su antigua pareja o la silueta de un puente al anochecer. Cuando se cruza con el novio de su amiga por la calle, las posibilidades agridulces de un amor inexplorado la llevan a interrogarse acerca de su aislamiento y libertad, y cómo ha repercutido en sus relaciones afectivas. Donde me encuentro sigue a esta mujer a través de las cuatro estaciones, dejando que cada una desvele un poco más sobre quién es mientras ella averigua qué es lo que realmente quiere.


La soledad florece en muchos lugares. La soledad tiene muchas caras y muchos días. La soledad, en algunas vidas, es algo sólido, duro, como una piedra o un animal muerto, como una costra sobre la piel. La soledad es eso a lo que no queremos mirar ni ponerle nombre, es eso que nadie reconoce, aunque está ahí, dentro y fuera de casa, en el bar de la esquina y en la parada de autobús. Pero no soy yo sino Jhumpa Lahiri la que nos va a hablar de soledades y silencios en ésta, su última novela, Donde me encuentro, publicada por la editorial Lumen y escrita por primera vez, como ya hiciera otros escritores como Vladimir Nabokov, Joseph Conrad, Samuel Beckett, Milan Kundera u Oscar Wilde, en una lengua que no es la suya, el italiano.  Donde me encuentro es el paseo que nosotros, los lectores, hacemos por un barrio de la mano de la narradora, una mujer que reflexiona sobre su vida, sobre el paso del tiempo y las expectativas, sobre lo que no puede compartir.
             Confieso antes de seguir escribiendo que Jhumpa Lahiri es de mis autoras predilectas, de ésas que uno lee con los ojos cerrados –entiendan la metáfora-. La admiro y la sigo desde que publicó Tierra desacostumbrada, un potentísimo libro de cuentos al que vuelvo cuando necesito reconciliarme con la literatura. Donde me encuentro funciona a modo de relatos pequeños –cada capítulo es un lugar, una avalancha de recuerdos- y el planteamiento es tremendamente sencillo: una mujer que camina, que visita los lugares que componen su día a día, por ejemplo, el bar, la librería, la casa de su amiga, y a los que ella se siente unida por cualquier motivo. Los espacios físicos son la excusa para irnos enseñando otros espacios, los emocionales, en los que nos encontramos a una mujer soltera, sin demasiada confianza en la vida, y que arrastra una relación complicada con la madre. Y ahí se encuentra uno de los temas más fascinantes de Donde me encuentro: la relación madre e hija, a las que une un afecto desdibujado, un amor frío, un silencio feroz. Estamos, pues, ante una mujer sola, sin anclaje en su entorno ni tampoco en su familia.
             Lean a Jhumpa Lahiri sólo por el placer de leer, de dejar que la musicalidad entre en sus oídos y les coloque al borde del ensimismamiento. Es una prosa sencilla y cuidada, potentísima en la claridad, en esa maravillosa virtud de llamar a las cosas por su nombre. Y no hay grandes alardes en el estilo sino una –creo yo- manifiesta intención por contar la soledad como algo íntimo, cotidiano, como quien toma un café a toda prisa en un bar de mala muerte porque aquí, en esta novela, la soledad no se mitifica, no es algo dramático ni gigante, es un líquido que va empapando el día a día. Como encontrarse un céntimo en un bolsillo del pantalón, algo posible.
            Donde me encuentro es ese momento de reflexión en el que uno –usted, yo- hace balance del momento presente, de qué ha conseguido, de quién lo acompaña. Son las reflexiones con las que uno cose su existencia, con las que uno le da sentido a lo que es. Y aparece la soledad, claro que aparece, como un estado interior, como un silencio hondo, como una sensación, la de no esperar nada del destino. “Parece que ya no tengo vida”, dice la narradora en una escena. Y esto es la novela, el de una mujer que deambula por su propia vida, por su propio barrio, deteniéndose en los lugares que alguna vez significaron algo, extrañándose ante los otros, preguntándose una y otra vez dónde se encuentra 

jueves, 23 de mayo de 2019

En el jardín del ogro


Adèle parece tener una vida perfecta. Trabaja como periodista, vive en un bonito apartamento en Montmartre con su marido Richard, médico especialista, y con su hijo de tres años, Lucien. Sin embargo, bajo esta apariencia de cotidianidad, Adèle esconde un inmenso secreto, la necesidad insaciable de coleccionar conquistas. En el jardín del ogro es la historia de un cuerpo esclavo de sus pulsiones, una novela feroz y visceral sobre la adicción sexual y sus implacables consecuencias.


El deseo es, quizás, la parte más primitiva del ser humano. Nos deja a merced de los instintos, nos hace perder la cabeza, nos vuelve animales. El deseo, ustedes lo sabrán, es un calor que nace del pecho y se sube a la garganta y a las mejillas, y casi no nos deja respirar. Nos quedamos boqueando, como un pez fuera del agua. También es un hormigueo que baja hasta las piernas y nos coloca al borde del desmayo, con los ojos entrecerrados, nos obliga a apoyarnos en la pared o en una mesa. El deseo nos mantiene vivos, nos recuerda que no tenemos el control. Y de eso, precisamente, hablamos en En el jardín del ogro, la novela recién traducida de la autora francesa de ascendencia marroquí Leila Slimani, que nos trae la exquisita editorial Cabaret Voltaire –qué buen trabajo hacen- y que nos pone frente a una mujer con una vida en apariencia perfecta que necesita-busca-sufre encuentros sexuales esporádicos, una mujer que es capaz de sacrificarlo todo –su matrimonio, su maternidad, su trabajo- por el placer. O quizás hay algo más bajo esa adicción al placer.
             Leila Slimani ya nos dejó a todos boquiabiertos con Canción dulce, premio Goncourt 2016, el escalofriante relato de una canguro que termina con los niños que cuida y que funciona, de principio a fin, como un retrato demoledor de la sociedad capitalista, de la familia, los afectos y la soledad en la era moderna, de las caóticas prioridades de la clase burguesa. Llega ahora a España su novela anterior, En el jardín del ogro, que aborda, sin complejos y sin pudor, la rendición al sexo de una mujer de mediana edad, guapa, exitosa, pija, con dinero. Está casada con un hombre atento, tiene un hijo encantador, trabaja en un puesto de responsabilidad. Sobre el papel, su vida está satisfecha, debería estarlo. En la realidad, necesita seducir, necesita consumar, necesita sumar nuevas conquistas, cuando más sucias, más depravadas, cuanto más morbosas, mejor. Y es aquí donde la novela queda convertida en paseo por el laberinto de las pasiones bajas, en una radiografía de una mujer dominada por los impulsos sexuales. No sé dónde leí una vez –o si lo leí en algún sitio- que no hay sensación comparable a la de sentirse deseado, a la de ser observado con ojos de lujuria. Y esta certeza puede parecer, grosso modo, el esqueleto de la historia, pero es sólo el barniz. Detrás de la búsqueda obsesiva del sexo hay mucho más y mucho más terrible: la infelicidad consciente, la pérdida absoluta de control, la necesidad de tener algo, de conseguir a alguien, de sentir el poder. Y también están el sexo y el dolor, la bajada a los infiernos, la incursión diaria al jardín del ogro. Y como telón de fondo, fíjense, nos coloca en un debate mucho más antiguo (y a la vez, mucho más moderno): ¿rechazamos el comportamiento de Adéle, la protagonista, sólo porque es mujer? ¿Sentiríamos la misma compasión, el mismo asombro, ante un hombre con esa misma adicción?
             Los que me conocen ya lo saben: me rindo a una buena prosa, a la musicalidad de las palabras, a estética de la literatura. Leila Slimani hace gala de un estilo muy peculiar: es conciso, es directo, alguno dirán que casi frío, pero cuidado al milímetro, pulido hasta la última coma. Su forma de escribir es tan potente que no necesita alargarse en exceso ni darle demasiadas vueltas a nada. A veces, la sencillez es el camino más eficaz para contar historia, para que los lectores empaticemos con los tormentos de sus personajes. Slimani lo hace con maestría: sus propuestas se quedan largo tiempo en la memoria y en las conversaciones, con la sensación de seguir ligeramente aturdido. Supongo que ha quedado claro que estamos ante una de mis autores contemporáneas favoritas. Por su originalidad, por su elegancia. Por su valentía.
            Leila Slimani nos abre las puertas del jardín del ogro, nos deja una invitación para que entremos, para que veamos en todo su esplendor la terrible flor de los deseos. Podría ser una flor carnívora o una venenosa, de ésas tan bellas que a uno no le importa si lo deja medio muerto. Y ya les aseguro yo, que acabo de salir de ahí y que aún estoy conmovido, que es una experiencia terriblemente bella, un paseo estimulante por las pasiones humanas, un vistazo al infierno. Y en la pasión está el desenfreno, la esclavitud y, sobre todo, el placer. El sexo como salvación y perdición, como bálsamo y herida. Y sobre todo, como lugar en el mundo.