Toni siente que es un escritor que no escribe y un profesor que no enseña. Creció leyendo las aventuras de Los Cinco escritas por Enid Blyton, unos libros que le proporcionaban lo que la España de los años previos e inmediatamente posteriores a la muerte de Franco era incapaz de ofrecerle: diversión sin vigilancia, libertad de movimientos y cerveza de jengibre, es decir, el mundo sin límites que requería la intensidad vital de su transición a la adolescencia. A lo largo de esta novela, aquellos personajes a los que Toni tanto envidió de niño parecen convertirse en seres de carne y hueso como él, que sufre el proceso inverso y termina siendo lo que siempre deseó, uno más de ellos. Los Cinco y yo es una novela arrebatadoramente original que unas veces se disfraza de memorias de infancia y otras de inquietante ficción de denuncia para pasar de la anécdota a la sátira y de esta a una teoría personal de la narración.
Y de
repente, una rara avis, un ejemplar que no sabemos dónde encuadrar, cómo
nombrar y cuál es su comportamiento. Sí, una rara avis que tiene a todos los
curiosos observando fijamente, con una mano en la barbilla, una suerte de
experimento literario, una investigación (sin disimulo) de las ficciones de yo,
de eso tan popular últimamente de contar la historia –y las miserias, y los
deseos, y los recuerdos– de uno mismo para conformar la propia identidad ante el
otro, en este caso, ante el lector. Una experiencia nueva también para los que
estamos al otro lado porque el autor se pasea por un terreno desconocido y fascinante
donde caben las ficciones grandes y pequeñas, el presente y el pasado, las reflexiones literarias y, cómo no, las ganas de innovar, de divertir, de hacer de esto de la lectura una aventura. Hablamos de la estimulante Los cinco y yo, la peculiar
autoficción de Antonio Orejudo que ha publicado Tusquets y en la que, a partir
de la popular serie juvenil de Enid Blyton, reflexiona sobre su generación, la de los
que nacieron en los sesenta, sobre cómo han crecido, cómo están y cuál ha sido su papel en la Historia, pero con un objetivo concreto: reivindicar la
literatura como entretenimiento.
Las aventuras de los cinco marcaron
a los últimos niños del Franquismo, esos que envidiaban los veranos, los tesoros y las
persecuciones de ese grupo de jovencitos (y su perro Tim) que parecían vivir en
un mundo cuajado de misterios por resolver, de malos por atrapar. Y a partir de
aquí, del zarandeo a la imaginación que supuso leer esas novelas, el autor-narrador construye, de una forma
aparentemente espontánea, anárquica y libre, una autoficción personal,
literaria, real, imaginaria, seria y gamberra, triste y esperanzada, todo en
uno. Un texto con múltiples caras, como un tejido narrativo tornasolado que va
cambiando a medida que se lee. Y lo que podría haber quedado como un pastiche,
funciona. Sí, señores. Su continuo vaivén entre todas esas ficciones del yo
resulta interesante y fresco, casi vivo, saliéndose continuamente del molde, explorando los límites en cada página. Hay personajes reales presentando libros que
no se han escrito, hay congresos que podrían existir con potentes que nunca dirían lo
que dicen, hay recuerdos que no sabremos si se han vivido y opiniones que son
las de ese narrador sobre el que se parapeta el autor. Y todo está
empapado por la literatura, como un esqueleto que va enderezando el libro y que
sirve para el Antonio Orejudo-Narrador hable sobre la literatura, sobre sus logros
y sus decepciones, sobre los terreros que querría explorar y que no se atreve,
sobre el cambiante panorama editorial. Ay, ojalá algún día escriba ese Elogio a
la mediocridad, sobre la gente gris, los normales.
Tiene la prosa del señor Orejudo
algo que parece salir directamente de los labios. Sí, arraigado en la narración
oral, su estilo es sencillo, claro, directo, extrañamente eficaz. Prefiere
prescindir de excesivo boato. Y esa naturalidad sirve para hablar de los libros
y la vida, del sexo, el amor y las infidelidades, de los logros y los fracasos,
de lo que podía haber sido y de lo que finalmente fue. Lo importante es hablar
de la literatura desde la literatura, una suerte de metaliteratura irónica, mordaz, sin demasiadas vergüenzas. No en vano, la novela empieza con la presentación
de una novela ficticia, After five, en el que nos cuentan cómo
han crecido los protagonistas de los cinco, cómo afrontan la madurez y cómo se enfrentan a los nuevos misterios. Y desde ahí, ya todo es un diálogo entre
textos y épocas que sirve para hablar del propio narrador, pero también de esa
generación, la última nacida en el Franquismo, la que ahora está instalada en los cincuenta años, ésa que no sabe muy bien qué papel jugó en la Historia: demasiados jóvenes para aportar algo en la Transición y demasiado acomodados para capitanear el 15-M. A la muerte de Franco, “los que se hicieron
con las riendas del país tenían entonces la edad de Cristo. Nosotros, que
acabábamos de cumplir diez, once o doce años, teníamos la edad de Los Cinco”, escribe.
Antonio
Orejudo es como esa ráfaga de aire que todos agradecemos en plena ola de calor.
Leerlo estimula, refresca, provoca un extraño cosquilleo bajo la piel por su
forma de abordar la narración, por su idea al levantar este edificio literario.
La amalgama de temas, de propuestas y de ficciones responden al final a un
mismo propósito, el de reivindicar la literatura como entretenimiento. No se
asusten por el título. Los cinco y yo no es una excusa para hablar de uno mismo
e hinchar el ego del narrador-autor, es sólo una vía para hablar de otras
cosas, para reflexionar sobre la vida y las letras, sobre cualquier tema que
nos importe. Sobre lo que somos o sobre lo que creemos que somos.
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