En el curso de los años, el piso principal de las Tres Palmeras se transformó en lugar de culto y campo de batalla. Allí, Paula Pinzón Martín venera la memoria de su madre muerta, la divina Celestina Martín, y los fetiches de la tiranía. Allí, evoca la guerra civil que su padre, el brigada Abel Pinzón, ganó contra los republicanos, pero sin haber sabido sacar frutos de la Victoria. En una ceremonia cruel e irrisoria, Paula se entregará al último combate de la memoria, una lucha monstruosa donde la realidad cuenta menos que los delirios de lo imaginario.
Es
imposible que uno olvide qué estaba haciendo cuando se enteró del atentado de
las Torres Gemelas, dónde estaba cuando conoció al amor de vida o cómo
le dijeron que era el seleccionado para ese trabajo que tanto quería. Y también
es imposible no recordar la sensación que tuvo cuando leyó por primera vez al autor
-injustamente desconocido- Agustín Gómez Arcos. Leí El cordero carnívoro hace diez años y, tras cerrar el libro, estaba
taquicárdico, rojo de emoción, con la garganta seca; supe entonces que la lectura era también una actividad física con poder
para hacerme sudar, para provocarme sofocos, para dejarme casi al borde del
desmayo. Le siguieron después Ana No,
El Niño Pan, La Enmilagrada… y mi admiración no hacía más que crecer, que
hacerse más sólida. Desde ese momento, Agustín Gómez Arcos se convirtió en un
mito, en una leyenda, en mi tesoro. Y de él vamos a hablar hoy con la excusa de
la publicación de Un pájaro quemado vivo,
la última de sus obras publicadas en castellano, rescatada gracias al empeño de
la editorial Cabaret Voltaire y que he devorado en sólo un par de días.
Paula
Pinzón, la mujer de la mirada bicolor a la que todos temen y que vive apartada
de todos, atrincherada en sus recuerdos, recibe un día cualquiera el telegrama
con el anuncio de la muerte de su padre, un brigada mediocre y derrochador, un
hombre sin demasiadas aspiraciones en la vida, al que ella ha odiado
rabiosamente desde niña y que, tras la larga enfermedad de su madre, formó otra
familia con la puta Luciérnaga, a la que ya visitaba cada noche desde mucho
antes. Este telegrama, enviado por su hermanastra, sirve a la protagonista para
abrir la presa de la memoria y dejarse enterrar bajo sus odios y sus venganzas,
bajo la historia que ella misma se ha creído. Paula construye su identidad con
dos certezas: la adoración por su madre muerta, que era frágil, delicada y
siempre enferma; y el desprecio por su padre, culpable, cree ella, de todas sus
desgracias. La acompañan en esta historia el cura tragón, la vieja roja que
lleva una peluca rubia a la que ella esclaviza como criada y un joven-amante,
con tendencia a la masturbación y con el que ella ha conocido el vicio. Un pájaro quemado vivo trae de vuelta el
asfixiante universo de Gómez Arcos, el de las casas en penumbra, el de los
odios enquistados y las venganzas cotidianas, el del deseo y el pecado como
castigo y como sufrimiento, el de los dolores íntimos de la España de la
posguerra, de la primera democracia, el de la gente que sufre y que sólo sabe
hacer daño a los demás para sobrevivir.
Agustín
Gómez Arcos, para los que no lo sepan, es todo un referente literario en
Francia, adonde emigró durante la Dictadura y donde empezó a escribir en
francés. Allí, en el país galo, ha quedado finalista del prestigioso premio
Goncourt, fue condecorado con la Orden de las Artes y las letras Francesas con
grado de cabalero y oficial y allí, fíjense, se estudia en las escuelas. Es
ahora, gracias –insisto- a la editorial Cabaret Voltaire cuando empieza a
conocerse en España, a traducirse muchos de sus títulos a su idioma materno. Quédense embobados con su
prosa, con esa dureza poética, con esa innegable virtud para zarandearnos, como
si las palabras fueran piedras que va lanzando al lector. Y uno, es cierto,
sale magullado de la lectura, con la sensación de que lo han herido en alguna
parte.
Un pájaro quemado vivo es un paisaje de negros y
blancos –ahí no caben los grises-, de niñas que odian a sus padres y de
rencores que trepan por las casas como las enredaderas. Es un retrato nada
complaciente de un país cruel donde los curas quieren hartarse a comer, los
rojos sólo quieren que los dejen tranquilos y los muertos vuelven para torturar
a los vivos. Y por si el ambiente fuera poco estimulante, les hablo también de
esa prosa plástica, de ese chorreo constante de poesía, de ese estilo modelado con
sangre y furia. A veces, me entran ganas de gritar a los cuatro vientos que
leáis a Gómez Arcos, que hagáis el favor de hacerme caso. Otras veces, sólo
quiero callármelo y que sea un secreto sólo mío, un placer que sólo me
pertenece a mí. Supongo que no hay vuelta atrás: Gómez Arcos es ya uno de los
grandes, sólo queda que los lectores españoles nos demos cuenta. Ya saben lo
que se están perdiendo.
Uys, pues no conocía al autor. Y ya veo que tengo que empezar a buscar sus novelas. Con ésta me tientas mucho.
ResponderEliminarBesotes!!!
No me llama mucho la atencion este libro, no creo que lo lea por ahora.
ResponderEliminarSaludos
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