En la Nochebuena de 1995, el mejor amigo de Miguel Ángel Hernández asesinó a su hermana y se quitó la vida saltando por un barranco. Ocurrió en un pequeño caserío de la huerta de Murcia. Nadie supo nunca el porqué. La investigación se cerró y el crimen quedó para siempre en el olvido. Veinte años después, cuando las heridas parecen haber dejado de sangrar y el duelo se ha consumado, el escritor decide regresar a la huerta y, metiéndose en la piel de un detective, intenta reconstruir aquella noche trágica que marcó el fin de su adolescencia. Pero viajar en el tiempo es siempre alterar el pasado, y la investigación despertará unos fantasmas que creía haber dejado atrás: la infancia marcada por la Iglesia, el pecado y la culpa; la presencia constante de la enfermedad y la muerte; el universo opresivo y cerrado del que un día consiguió salir. Y con ellos emergerá también la experiencia de una nostalgia contradictoria: la memoria de una felicidad velada, el reencuentro con un origen injustamente sepultado.
Tener la historia es el primer paso para
cualquier escritor, para cualquier periodista. Es un momento epifánico cuando,
como una aparición, se presenta ante el pobre creador la inspiración. ¡Ahí está!
¡Aleluya! El argumento, la respuesta, la luz. Uno, muchas veces, tira de vivencias
de otros o se agarra a la imaginación, sin ser consciente de que su próxima
novela está delante de sus ojos y de que ha formado parte de su vida desde
siempre. Algo así es lo que le ocurrió a Miguel Ángel Hernández, que ahora publica
con Anagrama El dolor de los demás,
una reconstrucción de un suceso de hace más de veinte años, cuando su mejor
amigo se tira por un barranco después de matar violentamente a su hermana. Fue
la noche de Navidad cuando el autor, vecino del asesino y casi testigo de los
hechos, era un joven tímido, religioso y desubicado en la huerta murciana. Y de
repente, detrás de estos recuerdos y muchos años después, brotan todos los
impulsos del escritor: la necesidad de contar, de buscar respuestas, de
entender los motivos y de observar el dolor de los demás.
El
autor se suma a la tendencia de la autoficción y de la metaliteratura –tan de moda,
tan recurrente– y por una razón muy sencilla porque El dolor de los demás no es sólo una historia con cierto regusto
detectivesco –el narrador se lleva toda la obra intentando acceder a los
detalles de la investigación, a los resultados de las autopsias, a las
declaraciones de sus paisanos– sino una reconstrucción de un hecho trágico para
hablar de la identidad del autor (¿quién era él de joven?), del peso del ayer en
el hoy y de sus orígenes, para ofrecer un auténtico ejercicio de escritura. Porque esta obra no
es más que un libro sobre el proceso de escribir sobre un hecho tan
cercano, sobre esa magia que es la de transformar un acontecimiento en palabras.
Y el lector, mientras espera el resultado –que no es otro que conocer los
porqués de ese asesinato, entender qué relación había entre los hermanos para
que acabaran así– va entrando sin darse cuenta en el relato de Hernández, en
sus pasos como investigador y periodista, en esa historia en la que parece que habla
de los demás, pero habla de sí mismo, de su memoria y de profesión de escritor.
Sorprende y se agradece que un hecho tan espeluznante –todo lo que eso trajo consigo– esté
narrado con un tono tan sobrio, tan meditado. No hay lugar para el morbo ni
para el amarillismo. La película va por otro sitio, porque no es una novela
sobre ese asesinato sino sobre cómo uno asimila un hecho así en su propio entorno. Y
ahí está –y eso lo hace muy bien Hernández– la palabra, con su poder creador y
transformador, con su poder, por qué no, sanador. Porque a veces, sólo
poniéndole palabras a las vivencias uno consigue reconciliarse con ellas.
El dolor de los
demás no es un producto común, no es una historia al uso. No es un thriller, no es una novela negra,
no es un manual para escribir sobre uno mismo, y a la vez es todo eso. Hernández
nos lleva por los caminos espinosos de la creación, de la muerte y la memoria.
Y no, los verdaderos protagonistas de esta historia no son el asesino y su
hermana asesinada sino el propio autor, que en el proceso de escritura de esta
tragedia se enfrenta a sus propios fantasmas y a sus propias pesadillas, a
intentar entender cómo ese dolor ha ido fosilizando en él, cómo lo ha
transformado. Porque quizás uno nunca llega a entender el sufrimiento de los
demás, sólo el propio, el que sigue dentro. Y eso ya es bastante.