Después de alistarse con apenas diecisiete años en el ejército de los Estados Unidos en la década de 1850, Thomas McNulty y John Cole, su compañero de armas, luchan en las guerras indias y, posteriormente, en la guerra de Secesión. Tras huir de terribles penalidades, estos serán para ellos días llenos de vida y asombro, a pesar de los horrores de los que son testigos y cómplices a la vez. Sus existencias cobrarán una mayor plenitud que peligrará cuando una joven india se cruce en su camino y surja la posibilidad de una felicidad duradera... siempre y cuando logren sobrevivir. La última obra de Sebastian Barry nos lleva por las llanuras del Oeste hasta Tennessee y es una auténtica obra maestra, tanto por la atmósfera que recrea como por su lenguaje. Estamos al mismo tiempo ante una intensa y conmovedora historia de dos hombres y la vida que les toca vivir, y una nueva mirada sobre algunos de los años más fatídicos en la historia de los Estados Unidos.
Todo
el mundo habla de este libro. Me llegan recomendaciones desde diferentes
puntos, con diferentes voces. Y estoy intrigado. Decían que
era la última sensación, que tenía revolucionados a grandes nombres de la
literatura –entre ellos, al premio Nobel del año 2017, Kazuo Ishiguro- y que la
historia podría recordar a la laureada película Brokeback Mountain. Les hablo
de Días sin final, uno de los últimos
lanzamientos de la editorial ADN, escrito por Sebastian Barry y ambientado a
mediados del siglo XIX en la convulsa Norteamérica, con las guerras indias
primero y la Guerra de Secesión después –esas batallas entre los Estados del
Norte y los Estados Confederados del Sur, enfrentados por el futuro de la
esclavitud; los primeros querían abolirla, los segundos, no. Y en este paisaje
bélico, tenemos a dos protagonistas, dos jóvenes, soldados, valientes y
enamorados que tienen un único objetivo: ser un poco felices.
Empecemos a dejar algunas cosas claras. Días sin final no es una historia de
amor. Días sin final tampoco es una
historia bélica. Días sin final no es
una novela al uso. O quizás lo es todo a la vez. Les ubico: cuando conocemos a
los protagonistas, Thomas y Cole, ellos son ya una pareja que habla con
normalidad de sus sentimientos, de que se van a los barracones a follar, de que
se echan de menos desesperadamente. No hay novedad ni asombro en este hecho. Es
más, en la primera parte de la novela, su relación queda casi relegado a un
segundo plano por los conflictos bélicos. Se habla de las bombas, de las
estrategias militares, del sufrimiento de los pobres jóvenes obligados a
alistarse en el ejército. Se habla de las matanzas de mujeres y niños, de las
enfermedades y del hambre. Y es ahí, en mitad de la muerte y de la destrucción
donde brota el amor, como una flor en un estercolero. Por eso insisto en que no
es una historia de amor al uso: es una novela sobre la universalidad de los
sentimientos, sobre la valentía y el deseo, sobre el amor como excusa para
sobrevivir. Tiene Días sin final grandes
aciertos y, sobre todo, escenas muy ilustrativas con respecto a algunas
costumbres de los Estados Unidos del siglo XIX: los hombres que, para
entretener a otros hombres, se disfrazaban de mujer y actuaban delante de
ellos. Y era normal. Y estaba aceptado. O los blancos que se pintaban de negro
para hacer comedia sobre los esclavos: estos espectáculos se llaman Minstrel.
No
es una novela fácil. Me explico: en un mercado saturado de historias ligeras,
el autor tiene una apuesta clara, que no es otra que la de narrar con calma,
que la de contarnos con detalle todo lo que ve, que la de sustentar la
narración en la descripción. Los diálogos están casi reducidos a lo mínimo. No
cae en lo fácil de la acción, ni en darle al público giros ni efectos. La prosa
avanza con serenidad, es lenta, se recrea en las cosas pequeñas. Y una decisión
curiosa: el narrador se muestra a veces bastante torpe, quizás porque es uno de
los soldados el que narra la historia. Y, fíjense, que teniendo elementos muy
llamativos al alcance de la mano, prefiere tirar por el camino más difícil,
menos efectista, más sobrio. Quizás al principio cueste coger el ritmo, pero
uno se acostumbra a la ruda delicadeza del señor Barry.
Hay
tiempos tan felices que parecen que van a durar siempre. Hay etapas en la que
no nos atrevemos a pedir nada más y que parecen que no van a acabar nunca. Días sin final cuenta precisamente eso:
dos jóvenes en un escenario de guerra, de muerte y de dolor a los que salva el
amor. Y ahí están los dos: admirándose, echándose de menos, defendiéndose. Porque en la debilidad sale el amor. Y el
lector se da cuenta de que no hacen falta escenas dramáticas ni grandilocuentes
promesas porque lo importante se demuestra en los pequeños hechos, en
los gestos cotidianos. Días sin final
es una experiencia nueva, valiente, complicada a ratos. Atrévanse.
Daniel Blanco.
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