jueves, 29 de marzo de 2018

Pequeño país


Hijo de una ruandesa tutsi y un empresario francés instalado en Burundi, Gaby tiene diez años y se pasa el día con su panda de amigos en las calles de Buyumbura, un escenario propicio a todo tipo de aventuras: robar mangos en los jardines del barrio, fumar a escondidas, descubrir la pasión por los libros en la casa de una extravagante vecina y bañarse en el río al atardecer. Un paraíso que empieza a resquebrajarse con la separación de sus padres y luego se rompe en mil pedazos con la irrupción de la guerra, que provoca una marea incontenible de odio y violencia que lo impregna todo y obliga a Gabriel y su hermana a marcharse a Francia. Dos décadas después, aquel niño convertido en hombre regresa a su pequeño país y rememora los tiempos felices: el perfume de los árboles frutales y las plantas aromáticas, los paseos vespertinos entre los setos de buganvillas, las noches en vela tras un mosquitero agujereado, las termitas los días de tormenta, las reuniones secretas en la furgoneta abandonada.


Posiblemente ninguno de nosotros puede concebir algo así, ninguno puede hacerse a la idea de un horror parecido. Hablo de crecer en un país en guerra, de sentirse en peligro, de oler la sangre y la carne podrida, de vivir los toques de queda, la desaparición de la gente a la que amas y la huida sin retorno. Esto sólo puede contarlo alguien que lo haya experimentado, alguien que lo lleve en las venas y en la retina, alguien que necesite compartirlo con el mundo, como el joven autor y rapero franco-ruandés Gaël Faye, que publica ahora en España y con la exquisita editorial Salamandra su última novela, merecedora del premio Goncourt del Lycéens 2016, Pequeño país, una delicada historia sobre la nostalgia, sobre la infancia y el hogar, sobre los recuerdos. Y sí, en poco más de 200 páginas, es capaz de construir la vida de un pueblo y de un niño mulato que, en un momento dado, descubre el mundo de los adultos a través de la guerra. 
            El narrador, cuya experiencia vital se parece enormemente a la del autor, vive ahora en Francia, pero decide volver a su tierra porque necesita ver de nuevo su hogar. Es éste el momento en el que se embarca en un mar de recuerdos que nos lleva hasta a esa Burundi de hace algo más de décadas donde se recrudece la desconfianza entre las distintas tribus, donde ya palpita el estallido de la guerra, pero donde una pandilla de jóvenes disfruta de la vida con las manos abiertas. Desde sus ojos de niños –los del protagonista–, nos adentramos en un paisaje desconocido, en cierto modo exótico: el de África y también el de la tensión entre las diferentes comunidades. Lo que, en principio, sólo es juego, inocencia y fechorías inocentes para Gabriel y su grupo de amigos se transforma casi de un día para otro en un intento por sobrevivir, por ponerse a salvo. Y así, de un plumazo, desaparece la tranquilidad, la calma y la confianza en el ser humano. Es cuando los niños se olvidan de jugar. Para siempre. 
            Gael apuesta por un estilo aparentemente sencillo. La baza de su prosa es que está reducida a lo mínimo, a lo imprescindible; las descripciones parecen hechas a color y consigue contagiar el ambiente de África. Ahí están sus olores y sus frutas, ahí está el sol alto y la risa fuerte, ahí está el tiempo lento y las puertas abiertas. La historia está narrada en primera persona y consigue llevar al lector desde esa banalidad de los primeros capítulos, donde conocemos a unos niños que se dedican a eso, a ser niños, a la crudeza de las últimas páginas, donde esos niños se familiarizan con la guerra y con la sangre: un golpe no sólo para el protagonista sino también para nosotros, que asistimos al cambio con la respiración entrecortada. Los personajes están dibujados casi por encima, pero no importa, porque lo esencial, que es la inocencia y la mirada limpia, resplandecen. Tiene, además, un capítulo precioso dedicado a los libros y a la lectura: en medio del horror, la cultura. Contra las armas, las letras.
            Pequeño país con una guerra grande. Pequeño país porque la infancia siempre parece pequeña cuando ya se ha traspasado la treintena. Porque en Pequeño país está la maldad del ser humano y la supervivencia de unos niños y porque, aunque uno salga indemne de la guerra, siempre tiene alguna herida, aunque sea invisible, que no deja de sangrar durante toda la vida. Pequeño país tiene tanta verdad que uno parece leerla en carne viva. Y sí, al final uno aprende algo: que la guerra es cosa de adultos y que, afortunadamente, algunos valientes como Gaël Fayel se atreven a contarla.  

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