martes, 7 de noviembre de 2017

Toda una vida


A principios del siglo XX, llega a una pequeña aldea perdida en los Alpes el pequeño Andreas Egger, tras ser abandonado por su madre con apenas cuatro años. El niño crece sometido a la férrea disciplina de su tío, y su horizonte se agota en la cadena de enormes montañas que rodean el valle. Así, entre esas cimas de nieves perpetuas y esas paredes rocosas de fiereza salvaje que en su juventud laceraron su corazón con gélida impiedad, la vida de Andreas discurre entre la rudeza del entorno y una forzosa adaptación a los cambios que impone el progreso. Y aunque la construcción del teleférico y la irrupción del turismo de masas, con el consiguiente aluvión de excursionistas y esquiadores, desfiguran el microcosmos mudando las costumbres ancestrales, al final de sus días el octogenario Andreas permanece fiel a su naturaleza, contemplando una puesta de sol o bebiendo leche recién ordeñada con el mismo arrobo con que cincuenta años antes observaba embobado a la única mujer que le fue dado amar.


Estaréis conmigo en que estamos perdiendo la costumbre de mirar y admirar la Naturaleza. Sí, el campo, los ríos y los árboles están aquí, forman parte de lo que nos rodea, pero nos hemos quedado sin tiempo para prestarles atención. Y todos decimos en algún momento de estrés: ¡Cuánto necesitaría perderme en mitad de un bosque y olvidarme de todo! Y de repente, irrumpe en las librerías, como una planta rara y exótica, un libro que ahonda precisamente en eso, en la relación del hombre con la Naturaleza: un cara a cara sin artilugios y sin artificialidades, una conversación preciosa y profunda entre el ser humano y su entorno, sobre el pulso que se echan continuamente. Se miran a los ojos, se retan, se comprenden y, al final, se respetan. Hablamos de Toda una vida, una de las últimas apuestas de la editorial Salamandra, escrita por Robert Seethaler y en la que se nos narra la historia de un hombre solitario, Andreas Egger, que no termina de entenderse con sus semejantes, pero que está íntimamente conectado a su entorno: al frío invierno, a la letal nieve, al viento y a las rocas. A la cara más cruel de lo que le rodea.
            Hay algo descorazonador en la vida de este protagonista. Es quizás esa indefensión del ser humano frente a algo más poderoso y más antiguo que él: la Naturaleza. Conocemos a un niño huérfano que termina viviendo con un tío que lo pone a trabajar y que lo deja cojo de una paliza. Que crece trabajando en el establo, pero que aprende a leer hasta que huye y se independiza. Que se casa después con una mujer que se queda embarazada y… y bueno, no quiero contar más, pero termina enrolándose en una compañía que construye un teleférico y pasa ocho años prisionero en Rusia. Y todo ello con dos constantes en la narración: el frío polar y la soledad enorme. Y el ser humano, debatiéndose entre una y otra, sobreviviendo como puede, avanzando a pesar de los pesares, en esta fábula que acaba convertida en una reflexión sobre la supervivencia, sobre el camino de la vida, sobre esa soledad perfecta, íntima. Porque si algo cuenta este libro es el viaje iniciático de un hombre que no pasará a la Historia, de alguien que camina por la nieve y sólo deja sus huellas, y por poco tiempo.
            Toda una vida es tan relajante como contemplar un paisaje atardecido. Tiene esa belleza callada de los colores, esa capacidad de dejarnos sin palabras de las cosas que son más grandes que nosotros. Robert Seethaler cuenta sin prisas y describe sin despistarse. Todo en su prosa es exacto y conciso, todo se debe a la Naturaleza y a la verdad. El ritmo, aunque tranquilo, fluye, avanza, se desliza. Y el personaje, y ése es uno de los grandes aciertos de la novela, comulga con su entorno, llegan a entenderse de una forma muy profunda con la Tierra. Las descripciones exteriores e interiores, la conexión entre lo visible y lo invisible, entre lo que pasa dentro y lo que pasa fuera dota la historia de una especial sensibilidad, de algo –un no sé qué- primitivo. Y todo, con un punto de partida maravilloso: la inocencia del personaje, su resignación ante todo, esa decisión noble de no enfurecerse ante los traspiés, sino aceptarlos.
            Toda una vida se ancla en lo importante de la vida, se arrodilla ante la Naturaleza, único Dios para el protagonista, y defiende la pequeñez del ser humano. Ahí tenemos lo bello y lo sublime, y también lo cruel. Y ambas conviven en el paisaje, igual que conviven en el alma del hombre. Así, tenemos una fábula preciosa sobre nosotros y nuestras soledades, sobre nuestro paso por el mundo y, cómo no, sobre nuestra rendición ante la Naturaleza. Ya lo decía al principio de esta reseña, esta historia es una planta exótica, una rara avis, un paisaje peculiar. Un libro extrañamente bello. 

2 comentarios:

  1. Al comenzar a leer no he podido evitar acordarme de Heidi (lo siento), y luego mi cabeza se ha ido a una novela que leí hace unos años y que llegó a mis manos por casualidad: Entre limones, de Chris Stewart (no sé si la habéis leído)... bueno, supongo que es esa falta de contacto con la naturaleza que no se me en la mayoría de mis lecturas...
    Me apunto el libro (sobre todo porque lo "extrañamente bello" siempre me ha gustado)
    Gracias

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  2. Pues no lo conocía. Creo que me podría gustar así que se cruza, le daré una oportunidad.
    Besotes!!!

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