El héroe y narrador de esta novela se despierta en la cama de un hotel junto a una mujer que no es su esposa, sino una amiga de ambos. La sorpresa se transforma en profunda angustia cuando advierte que la cabeza de la mujer se encuentra sobre una mancha de sangre, posiblemente a causa de las drogas que ambos tomaron la noche anterior. Asistiremos entonces a la caída libre de un personaje narcisista y politoxicómano que, hasta ese momento, llevaba una existencia confortable en la zona residencial de una megalópolis anónima. Allí vive junto a su esposa, el perro de ambos y un viejo amigo de la infancia en casa de unos padres tan comprensivos como consentidores. Éstos le han proporcionado una buena educación y lo han apoyado en todo, pero no pueden evitar observar con inquietud el hecho de que su hijo haya decidido abandonar un empleo seguro para atender la llamada de una tardía vocación artística.
La
violencia puede ser hermosa. Lo sexy también puede ser triste. En lo terrible
puede palpitar la belleza. La felicidad está unida, a veces, a la mentira. Y en
lo dulce está también lo estridente. Y por este catálogo de oxímoros –dos
términos que en principio parecen opuestos, como "hielo que quema", "viento quieto" o "lavado en seco"-, por estos territorios aparentemente contradictorios, se pasea
el extravagante escritor Adam Thirwell en su última novela, publicada en España
por Anagrama, y en la que conocemos a un hombre casado que, con una resaca
monumental, se levanta en una habitación de hotel con una de sus mejores
amigas, que además tiene la cabeza cubierta de sangre. No recuerda nada, sólo sabe
que quiere salir de ahí y que tiene que hacer lo posible para no dejar rastro. Y
ese protagonista, narrador y antihéroe, sirve para retratar una generación
mimada y sobreprotegida que busca los estímulos sin importar las consecuencias,
que va dibujando los límites de la moral a su conveniencia y que intenta, de
forma estéril, ser feliz. Es la generación que no quiere crecer, que quiere que
se lo den todo hecho. Son los ciudadanos que tienen entre treinta y tantos y
cuarenta y algo, ésos que pensaban que vivir sería más fácil. Esta historia es Estridente y dulce.
No es Adam Thriwell un narrador al
uso. Y no sólo por los temas que aborda –complejos y profundos, con infinidad
de recovecos- sino por cómo los aborda, con esa prosa hipnótica que está a
veces muy cerca del fluir de conciencia, por esa capacidad de armar un discurso
espontáneo y a la vez denso, por darle la voz a un narrador que es a veces un
charlatán y que encarna valores quizás no demasiado populares. Como escritor,
igual que sus personajes, huye del tedio y de la rutina. Y por eso esta novela
es como una lluvia de confeti, un máquina de electroshocks: habla del
matrimonio, de sexo, de violencia y de dinero, de no tener futuro, de querer
cualquier vida que no sea la propia, de las despedidas y los encuentros, de las
lealtades y las infidelidades, del costoso trabajo que es ser feliz, de lo
complicado que es tener coherencia y de lo fácil que es perderse. ¿Dónde? En la
vida, en las drogas, en la apatía. Sí, el narrador –cuenta todo en primera
persona- encarna eso de lo que huimos: cuando hay que recurrir a la locura para
darle sentido a la vida.
La propuesta de esta novela –de este
narrador a través de esta historia- es la de provocar incómodos
enfrentamientos: como enlazar lo dulce con lo sucio, el rechazo de lo bonito y
lo agradable, subirse al umbral de horror. La belleza, lo armónico, lo pacífico
está sobrevalorado para una generación que parece incapaz de apreciar cierto
bienestar. La novela, en sí, está conformada como un collage: empieza con un
thriller, con un poco de misterio, que queda resuelto enseguida y se convierte
en un viaje por la catástrofe, por un paisaje devastado e irrecuperable. Y en
esto el personaje es un experto: se mete en líos, engaña, roba, defiende su
infidelidad. Quédense con este título y con esta historia porque Hollywood ya
ha comprado los derechos para adaptarla al cine.
Estridente y dulce nos pone en conflicto: a
los lectores con nosotros mismos y con los valores que queremos que nos
representen. ¿Quién no se visto obligado a sacrificar algún principio para
conseguir algo? Aquí está el tradicional enfrentamiento entre lo apolíneo y lo
dionisíaco que termina en una espiral de violencia, de morbo, de sexo. Y de
incomunicación. Y sí, lo feo puede contarse de forma bella. En lo más feo de la
vida puede estar lo más bello de la literatura. Lo que está claro es que los
habitantes de este siglo tenemos unos retos nuevos, a veces retorcidos, y que
seguimos queriendo ser felices. Así describe el propio autor la lectura de este
libro: “Es como cuando tomas una droga y te sienta fatal”.
No me termina de convencer, lo voy a dejar pasar.
ResponderEliminarSaludos
No termina de llamarme esta vez. Muy buena reseña!
ResponderEliminarBesotes!!!