1793, la Revolución convulsiona París; la guillotina se ha convertido en protagonista. Son los años del Terror. Danton es llevado al cadalso; los Girondinos celebran su última cena en la Conciergerie; María Antonieta en su celda ansía otro final; Charlotte Corday va a pagar por el asesinato de Marat y Adam Lux, enamorado, será condenado por la vehemente defensa pública que hace de la joven… La cuchilla espera a Robespierre, al marqués de Lantenac, al poeta André Chénier y a Lavoisier, el más grande genio francés del siglo. Vivimos con ellos los días, los momentos, previos a que su cabeza caiga en el cesto del verdugo y sea mostrada al pueblo.
Siempre estaré en deuda con Cabaret
Voltaire, y no sólo por seguir demostrando con cada elección una línea
editorial sólida, original y coherente sino por haber rescatado la obra del
que, a día de hoy, es uno de mis autores predilectos: Agustín Gómez Arcos (ya
os hablaré de él cualquier día, porque tengo una misión personal: que todos lo
conozcáis, que el mundo entero se rinda a su talento). Cabaret Voltaire tiene
autoridad en esto de la literatura, sí, cualquier título que venga respaldado
por este sello tiene a priori mi interés, llama mi atención. Y ya les he
contado el motivo: un catálogo de escritores imprescindibles. Pues bien, con Muestra mi cabeza al pueblo lo vuelve a
hacer, se coloca otra medalla en la pechera. Esta obra, del joven
François-Henri Désérable y que viene respaldada por notables premios en Francia,
nos lleva hasta la época de la Revolución Francesa –finales del dieciocho,
principios del diecinueve- para
hablarnos a todas horas de la muerte y de la guillotina, para enseñarlos la
cojera de una justicia que da palos de ciego, para hacernos reflexionar
sobre el peaje que exigen ciertas libertades. Bienvenidos, todos, a los años
del Terror.
Como rezan las últimas líneas de Muestra mi cabeza al pueblo, la leyenda –o
sea, la ficción, lo literario- triunfa a veces sobre la Historia, y esta novela
es una buena prueba de ello. François-Henri
Désérable se hace fuerte en este subgénero de la novela histórica al
presentarnos esta estimulante mezcla de hechos y fábulas, un extravagante
paseo entre lo real y lo onírico gracias a estos diez relatos que componen la
obra y que están conectados por el mismo escenario, el cadalso, y por el mismo
color –rojo, rojas las manos de los verdugos y rojos los cuellos de los ajusticiados-.
Los protagonistas son todos víctimas del Terror Revolucionario. Y aquí reside
uno de los grandes logros del autor, que es el de llevarnos de la mano hasta la
guillotina y dejarnos oler la muerte para hacernos reflexionar sobre los
sacrificios de la República. ¿Compensa matar a algunos inocentes por el bien
del pueblo, por el bien de la Historia? Parece que sí. Aquí, en estas páginas, está la muerte como final único y elevado; pero en cada
historia, un ánimo, un pretexto, un miedo. Y
nos damos cuenta de que, al igual que en la vida, en la muerte cabe todo: el
deseo y las pulsiones sexuales, la traición y el amor, la literatura y el arte, los miedos, la valentía y los rencores.
Morir por una causa es vivir para siempre. Muestra
mi cabeza al pueblo resuena en este siglo veintiuno, en la era de las
libertades, y nos recuerda que hay cosas que no han cambiado demasiado: que la
democracia o la república exige un peaje, controlar (y silenciar) a ciertos
elementos insurgentes.
Dejemos, pues, que el autor nos haga de
guía y nos narre escenas concretas de Robespierre, Danton, María Antonieta o Charlotte Corday,
entre otros; y escuchémoslo, con ese estilo
seco, pulcro y comedidamente poético, haciendo gala de una indiscutible habilidad para contagiarnos
del ambiente, para llevarnos más allá de lo que se ve. Una prosa de una madurez
inaudita, de innumerables dobleces, sugerente a veces; la Historia contada como pequeñas historias. Y todo para hacernos meditar sobre el
individuo y la comunidad, sobre las libertades, sobre el terror, sobre las
manos manchadas de sangre. El ser humano no es bueno por Naturaleza. El pueblo,
tampoco. ¡Qué bien documentada está! Lean este párrafo, porque parece el inicio
de todo: “La historia de Francia llevaba
estática un milenio: los hijos de los reyes se convertían en reyes; los de los
señores, en señores; los de los criados y vasallos que no morían de niños, en
criados y vasallos. Y, en apenas unos meses, cansado de inclinarse bajo el yugo
señorial hacia un suelo del que no probaba los frutos, el pueblo levantó la
cabeza y descubrió las virtudes de la igualdad”. Y al final, una certeza: que las Revoluciones nunca son modélicas.
Muestra
mi cabeza al pueblo, título tomado de las últimas palabras de
Dalton, es una atípica novela sobre las sombras de la igualdad, sobre esas libertades
que brillaban sobre el papel, pero que parecían imperfectas en la práctica. Y con sutileza –porque ciertos temas exigen ser sutil-, el joven escritor francés Désérable fija su mirada en la guillotina y demuestra con holgura su don para ir más allá de los hechos, para insinuar más que mostrar. Su palabra, como un pozo hondo, a veces oscuro. Los diez relatos que componen esta
obra tienen como cimiento la muerte, una muerte que nos presenta con las manos
llenas, de significados, de razones. Después
de leerlo, lo único que puedo decir es: Muestra este libro al pueblo.
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