En una habitación de hospital en pleno centro de Manhattan, delante del iluminado edificio Chrysler, cuyo perfil se recorta al otro lado de la ventana, dos mujeres hablan sin descanso durante cinco días y cinco noches. Hace muchos años que no se ven, pero el flujo de su conversación parece capaz de detener el tiempo y silenciar el ruido ensordecedor de todo lo que no se dice. En esa habitación de hospital, durante cinco días y cinco noches, las dos mujeres son en realidad algo muy antiguo, peligroso e intenso: una madre y una hija que recuerdan lo mucho que se aman.
Una
habitación de hospital, dos mujeres y un abismo; poco más necesita la
observadora escritora norteamericana Elizabeth Strout para retratar las laberínticas
relaciones entre padres e hijos, para hablar de la jaula de la infancia y de
eso tan terrible de querer estar siempre a la altura. ¿A la altura de qué? De
lo que nos exigen los demás, la sociedad. Y así ocurre en Me llamo Lucy Barton, la última novela de la autora, publicada de
forma exquisita por Duomo Nefelibata y donde todo es desconcertante y turbador,
de un desasosiego silencioso, como la que debe sentir una presa que se sabe en peligro. La
historia es, grosso modo, la siguiente: la joven Lucy, de unos treinta y tantos
años, está ingresada en el hospital, sola. Su madre, a la que no ve desde hace
tiempo, llega por sorpresa y la cuida durante unos días. Esas dos mujeres, sin
confianza y con los afectos dormidos, intentan entenderse, buscar lo que tienen
en común, justo como dos personas sordas que, en mitad de una habitación
completamente oscura, intentan encontrarse con los brazos extendidos,
tanteándolo todo, para saber que están acompañadas.
Los niños, todos los niños, tienen
una relación peculiar con los padres: crecemos y conformamos nuestro carácter por
imitación o por rechazo. Y Lucy rechaza lo que ha sido porque los otros la marginan continuamente. Le han reprochado que era pobre, que era poco elegante, que era
demasiado delgada, que no sabía nada. Y eso la tiene perdida. Ella, que creía
que lo valioso era la sustancia, la valentía, se da cuenta de que no, de que
los demás sólo quieren que encajemos en sus moldes. Fíjense, por ejemplo, en
una conversación con la madre. Hablan de algo cutre, y ella, Lucy, le dice: “Eso
es de gentuza”. Y su madre le responde: “Es que éramos gentuza”. Y esto marca su
angustia, porque es de lo que ha intentado huir siempre. Nada parece especial
en su vida, ni siquiera lo que debería ser sagrado: los afectos. Y Elizabeth
Strout hace una radiografía magistral –sí, magistral- de ese vacío, de esa
necesidad de agarrarse a algo, de la certeza de no poder cambiar lo que somos
ni lo que hemos vivido. “Mamá, tú me quieres”. “Oh, vamos, Lucy, déjalo ya”. “Pero
mamá, ¿tú me quieres?” “Cállate, no sigas con esas tonterías”.
La prosa está al servicio del
desasosiego. La protagonista, Lucy, que es a la vez narradora, es la encargada
de contar su historia. Y es brutal el estilo, un estilo en apariencia
descuidado, con repeticiones continuas y a veces caótico –a propósito-, pero
que define muy bien al personaje, absorbente, hipnótico. ¡Qué pericia la de la autora
de hacer que la palabra subraye la desesperanza! Lucy, que parece andar toda su
vida sobre arenas movedizas, se siente apartada de su familia, de su marido –que
apenas va a verla al hospital- y de sus hijas. La literatura parece salvarla,
sólo eso. Recordar la hace feliz. Sentirse acompañada la hace feliz. Y presten
atención a esas escenas metaliterarias con las que va trufando su historia:
Lucy quiere escribir, y para conseguirlo, asiste a unas clases con la frágil
novelista Sarah Payle, en las que decide escribir la novela que estamos leyendo
y en la que asistimos a reflexiones tan estimulantes como éstas: “Todos tenemos
una historia, una única historia que contamos continuamente”. Así resume la
novelista la historia que estamos leyendo: “Es la historia de una madre que
quiere a su hija. De una manera imperfecta, porque todos amamos de una manera
imperfecta. Pero si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estás
protegiendo a alguien, recuerda una cosa: que no lo estás haciendo bien”. ¿No
es maravilloso?
Me
llamo Lucy es la nueva novela de la autora de la genial Olive Kitteridge, Elizabeth Strout, que
se revela como una gran observadora, como una gran retratista de los vacíos
humanos, de las caídas libres. Ella es una maga, que puede mostrar y eludir,
que sabe enseñar y ocultar, que habla y calla, todo por la historia y sus
personajes. Lucy y la madre son, ella mismas, todas las hijas y todas las
madres del mundo que construyen su amor sobre las decepciones y los engaños,
sobre las tristezas; el problema es que su amor, el de las protagonistas, es frágil y rencoroso, volátil
como la ceniza de un cigarro. Como ella dice en la novela, escribir es dar a
conocer la condición humana, y Strout lo hace. Y de qué forma. A pesar de todo,
nos regala la esperanza, nos invita a amar nuestra infancia. La novela te deja
con un peso en el estómago, con las ganas de gritarle a tu madre: “Mamá, ¿tú me
quieres?”.
Sólo estoy viendo reseñas positivas de este libro. Cada vez le tengo más ganas.
ResponderEliminarBesotes!!!
Holaaaaaa! Hermosa reseña. Yo solo tengo que decir, no tengo idea cómo caí aquí. Es decir, yo estaba aburrida y google mi nombre a ver si aparecía mi yo reencarnada... pero me encuentro con semejante joya. <3 me leeré el libro y veré si mi madre me quiere.
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