Por si no llegáis al final de la reseña os lo digo ya: el Premio al Libro del Año en la categoría de ficción para el Gremio de Libreros ha recaído en Luis Landero por El balcón en invierno, un curioso ejercicio de la ‘literatura del yo’, donde el autor tira de recuerdos para poner en pie su infancia y su adolescencia en una familia campesina, de pocos recursos y pocas metas, y para desentrañar la forma tan curiosa que tuvo la vida de encaminarlo hacia la escritura a pesar de haber nacido en una casa donde sólo había un libro. Sí, uno. Y es este arranque de sinceridad, en las primeras páginas el escritor-narrador ya se confiesa “saturado de ficción”, el que le confiere a la obra ese tono de confesión, esa sensación de estar acodado en un bar, junto a Luis Landero, escuchándolo hablar-divagar-relatar lo que recuerda y lo que le persigue, de aquello que le parece imposible olvidar. Y conoceremos a su madre costurera, a su padre malhumorado y a sus hermanas obedientes, y nos asomaremos a ese universo familiar e íntimo que él construye a base de palabras y que ahora comparte con nosotros con una generosidad indiscutible. De él sí se podría decir: “Oh, qué campechano”.Asomado al balcón, debatiéndose entre la vida que bulle en la calle y la novela que ha empezado a escribir pero que no le satisface, el escritor se ve asaltado por el recuerdo de una conversación que tuvo lugar cincuenta años antes, en otro balcón, con su madre. «Yo tenía dieciséis años, y mi madre cuarenta y siete. Mi padre, con cincuenta, había muerto en mayo, y ahora se abría ante nosotros un futuro incierto pero también prometedor.». Este libro es la narración emocionante de una infancia en una familia de labradores en Alburquerque (Extremadura), y una adolescencia en el madrileño barrio de la Prosperidad. Es también el relato, a veces de una implacable sinceridad, otras chusco y humorístico, de por qué oscuros designios del azar un chico de una familia donde apenas había un libro logra encontrarse con la literatura y ser escritor. Y de sus vicisitudes laborales en comercios, talleres y oficinas, mientras estudia en academias nocturnas, empeñado en ser un hombre de provecho. Pero dispuesto a tirarlo todo por la borda para ser guitarrista, y vivir como artista. Y en ese universo familiar de los descendientes de hojalateros, surge un divertidísimo e inagotable caudal de historias y anécdotas en el que se reconoce la historia reciente.
Me
fascina ‘la literatura del yo’, que no es otra cosa que el ejercicio de
ficción –uno decide qué cuenta y qué no, de qué forma, qué detalles ensalza o
maquilla– en el que uno, bajo la apariencia de verdad absoluta, cuenta su vida,
se abre para los autores. Luis Landero lo hace bien y consciente del texto que
tiene entre manos. Consigue un mágico equilibro entre esas vivencias familiares
y sus primeras inquietudes hacia la literatura, y ambos mundos –el campesino y
el culto, el de las obligaciones y las ilusiones, el que debiera ser y el que
fue- quedan unidos, extrañamente conectados gracias a la pericia del autor, que
recurre a la nostalgia y a la serenidad, a
una prosa tan sencilla que nos conecta de forma inmediata con la narración
oral, con esos abuelos que eran grandes contadores de historias.
No tiene reparos el autor en
contarnos la mala relación con el padre –sus palizas y sus decepciones-, los
años grises de una parte de juventud, sus travesuras de adolescente y su
acercamiento a la literatura como salvación, como espejismo vital. Tiene algo de catártico leer a Luis Landero
y ver con distancia otra vida, la suya, que, tras pasar por diferentes
baches, termina poniéndose en orden, colocando todo y a todos en su sitio y,
sobre todo, haciéndolo feliz. (Ése es el poder de la literatura: el de hacer
feliz). El libro, estructurado además como historias independientes, baja al
barro: no se queda en la teoría, sino que cuenta los episodios concretos, a
veces dolorosos, y se convierte en una historia palpable de vida. Y está la
crítica a la industria editorial (o a los lectores) –ya sólo se leen libros
fáciles, baratos- y la admiración hacia su vida antigua, hacia su antigua casa
y sus ruidos antiguos.
El
balcón en invierno conecta bien con
estas lluvias y estos cielos grises, nos habla directamente a los que
practicamos a menudo el ejercicio de la memoria, y nos enseña eso de la
sinceridad, de que no hay nada más liberador que mirar al pasado cara a cara y
encogerse de hombros. La vida es la que es, o la que ha sido. Querido Luis, me
ha gustado reencontrarme con usted y que me trate como a un amigo, porque sólo
a un amigo se le cuentan esas cosas, porque sólo a alguien a quien uno le tiene
mucho aprecio es capaz de llamar a las cosas por su nombre, de enseñarle las
partes menos iluminadas de la autobiografía, de abrirle de ese modo la puerta
de su casa. Y disfrute de su premio, que yo seguiré disfrutando de su escritura.
PS:
Las madres nunca se equivocan. Cuenta el autor que ella le decía: Ay, qué
mentiroso ha sido siempre.
No lo conocía pero las historias de madres y así emotivas me gustan.
ResponderEliminarUn beso
Así de primeras no me llama nada, y ahora mismo tengo muuuuuuchos pendientes
ResponderEliminarun beesote
Un autor con el que no me he estrenado pero me apetece. Y este libro pinta muy bien.
ResponderEliminarBesotes!!!