«No es culpa mía. A mí no pueden acusarme. Yo no hice nada y no tengo ni idea de cómo pasó. Una hora después de que me la sacaran de entre las piernas ya me había dado cuenta de que había un problema. Un problema grave. Era tan negra que me asustó. Un negro del color de la medianoche...» Quien habla es la madre de Bride, una niña que ha heredado de sus ancestros un color de piel tan negro que sorprende a toda su familia, de piel clara, y provoca el abandono del padre. Pasados los años, la chiquilla se ha transformado en una hermosa empresaria de éxito, pero la alargada sombra de la infancia planea sobre su vida adulta y la de su pareja. Un buen día y sin explicación alguna, Bride asiste impotente al abandono de Booker, el hombre al que ama. Otra vez el rechazo, otra vez la culpa... y por fin una viaje iniciático en busca de la redención, que solo llegará cuando en la negrura asome el verdadero yo de Bride.
Los
racistas (casi) nunca se autodefinen como tales, pero su rechazo se evidencia
en los gestos, en las miradas y en la distancia. La premio Nobel –eso son
palabras mayores– Toni Morrison nos habla de xenofobia, de infancias tristes, de abusos sexuales, de
relaciones complicadas entre madres e hijos en La noche de los niños (Lumen), una novela dura, precisa y
contundente, algo así como un mazazo o un grito, donde encontramos una galería
de personajes heridos, que camina por la vida tambaleándose, buscando a alguien
que los cure. Y todo este dolor surge en la infancia, en el recuerdo. Ésta es
la historia de Bride, una mujer negra (negrísima, como dice ella) nacida de una
madre blanca (blaquísima) que debe lidiar con el racismo desde pequeña. Incluso su familia
la rechaza, siente vergüenza por ella, evita tocarla.
Qué bien cuenta Toni Morrison las
historias: su forma de separarlas en capítulos, cada uno dedicados a uno de los
protagonistas, la elección de los momentos vitales para entender las
motivaciones de los personajes, su estilo afilado pero a la vez contenido; sus
diálogos, sus giros en la trama, y sobre todo, la forma en la que todas las
piezas encajan durante las últimas veinte páginas. Toni nos reconcilia con el
ejercicio de leer gracias a esta historia, que arranca cuando el novio de Bride
la deja tras decirle: “no eres la mujer que quiero”. Esa frase, que se repite
en su cabeza como un eco, desencadena una avalancha de sentimientos que creía
superados y la impulsará a querer encontrar su camino, a intentar entender por
qué es así, y por qué todos le retiran su cariño. Bride inicia, entonces, una
búsqueda de la identidad. ¿Somos lo que somos por la aceptación o el desprecio de
los demás? ¿Quién determina cuánto valemos cada uno de nosotros?
Son 192 páginas –no presten atención
a algunas erratas y a un par de laísmos- de una historia concentrada, con una
tensión latente donde se habla de esa necesidad de salvarnos –no sabemos cómo ni a qué
precio-, de que la redención existe. Es, sin lugar a dudas, una de las lecturas más duras de este año,
y también más emocionantes. Fíjense en algunos de los grandes logros de esta
novela: la forma en la que esa madre despegada abre y cierra la novela, a los maravillosos
personajes de Booker y Rain, la escena de la visita a un motel, la forma tan exquisita en la que aborda los abusos sexuales y la mentira. Aquí, en las páginas de esta novela, están la
culpa, la maldad de los niños, la desesperación… Y Toni nos deja mudos: de
espanto, de dolor. El complemento a esta dureza la ponen los esquemáticos
dibujos de Óscar Astromujoff.
La
noche de los niños es como tener una bomba entre las manos: uno nunca sabe
cuándo va a explotar la protagonista, cuándo va a saltar por los aires la trama…
Es éste un libro sobre lo que nos pasa en las noches oscuras. Lo único cierto
es que, después de la última página, uno termina tocado en algún sentido, como
hipnotizado, pensando en lo terrible de la vida o en las vidas terribles. Lean
a Toni Morrison, y revisen sus prejuicios y sus debilidades, recuérdense siendo
niños y alégrense de que la literatura nos prevenga de la cara más sórdida de
los humanos. Y ahora, contéstenme a una pregunta: ¿el fin justifica los medios?
¿Los pecados cometidos por amor deberían ser perdonados? ¿La diferencia nos
genera rechazo?
Señora Morrison, a sus pies.